La
escritura como forma de reconstruir memoria
Cuando
en 1946 se publicó Nido de víboras (The Snake Pit) de Mary Jane Ward
fue un éxito instantáneo. Esta novela autobiográfica sobre las experiencias de
Ward como paciente en un hospital psiquiátrico vendió cientos de miles de
copias, fue convertida a película en 1948 y ganó un Óscar y varias nominaciones.
Es conocido que el libro y la película consiguieron visibilizar la necesidad de
una reforma psiquiátrica, pero menos se ha hablado de cómo Hollywood y sus
guionistas introdujeron de forma extra la ideología patriarcal psicoanalítica
para reforzar una “mística de la feminidad” (siempre amenazada por la locura),
necesaria para que las mujeres volvieran a sus casas con sus maridos tras la
guerra.
La
novela cuenta la hospitalización de un año de la protagonista Virginia
Cunningham en Juniper Hill (la representación ficticia del ingreso de Ward en
el hospital estatal de Rockland). En un primer momento, la escritora admitió
haber tenido una crisis y haber estado hospitalizada, pero que su libro era
ficción. No obstante, Virginia Cunningham era claramente una versión poco modificada
de la propia Ward, la base autobiográfica del libro era difícil de negar: ambas
escritoras; ambas se mudaron de Evanston, Illinois, a la ciudad de Nueva York;
y ambas casadas con un esposo amable y comprensivo. También las dos con un
historial pacifista de activismo antes de su colapso, luchando contra el
insomnio y preocupándose por el dinero.
Mary Jane
Ward era una escritora a tiempo completo con dos novelas ya publicadas anteriormente,
que perseguía como mujer una carrera creativa en los años de pre y posguerra. A
principios de los 40, vivía con su marido en la ciudad de Nueva York, tras
haberse mudado recientemente, con una situación económica apretada y los
miedos de la guerra. La escritora comenzó a tener problemas de sueño, mucho
cansancio y a sentirse mal (ella pensaba tenía tuberculosis) y fue ingresada,
en mayo de 1941, en el Hospital Bellevue como paciente psiquiátrico; poco
después la trasladaron a Rockland State Hospital. El ingreso duró nueve largos
meses hasta que obtuvo “la libertad condicional” bajo la custodia de su esposo
en febrero de 1942 (Colección Mary Jane Ward, en Donaldson,
2018).
Como
ha señalado Elizabeth Donaldson (2018), en Literatures
of Madness. Disability Studies and Mental Health, negar
el claro carácter autobiográfico de la novela tenía mucho sentido para
protegerse del estigma que acompaña al diagnóstico de una “enfermedad mental
grave” (se convertiría en el foco de atención, y más siendo una mujer
escritora) y, con ello, los comentarios y preguntas crueles e hirientes de la
crítica y la prensa (lo cual, de hecho, no pudo evitar). Su precaución no era
exagerada, su agente editor, llevado por el mismo miedo, rechazó el libro por
su temática y, con ello, a ella misma. La editorial Random House se
benefició de ello.
Donaldson
señala que otro motivo para no reconocer la narrativa en primera persona fue la
pérdida de memoria de la escritora como consecuencia de la aplicación repetida
de electroshocks: no recordaba las primeras semanas de su hospitalización ni el
período anterior a su colapso. Como la propia protagonista señala en el libro, y
diferentes estudios y experiencias personales refuerzan (Frank, 2006; Burstow, 2006), la
pérdida de memoria -junto con otros daños físicos y cognitivos, por no decir
morales- es un efecto secundario importante de la terapia de electrochoque, el
principal “tratamiento” que Ward sufrió en Rockland. Bonnie Burstow (2006) lo
describe como otra forma de violencia machista, al aplicarse -todavía hoy- más
a mujeres: “una señal de desprecio hacia la mujer, un castigo, un medio para
imponer los roles de género, una forma de silenciar a las mujeres sobre otros
abusos, una agresión traumatizante”. Tratamientos para el olvido, o la inducción del olvido como objetivo y "tratamiento" en "salud mental".
-
“¿Cuántos
choques te han administrado?
-
No
lo sé con seguridad. Supongo que dieciséis o dieciocho.
-
Cielos
-comentó Margie-, debes de estar realmente enferma.
-
Odio
olvidar cosas.
- A
mí me gustaría hacerlo. Es mucho lo que me gustaría olvidar. Pero soy
republicana y una militante nunca olvida” (p.182).
Ward se
enfrentó al problema de contar una historia que solo podía recordar
parcialmente; y lo solucionó escribiendo-recordando, y convirtiendo los lapsos
de memoria en fuente de suspense y fuerza impulsora de la trama. En sus
primeras páginas, la pérdida de memoria y la desorientación de Virginia
Cunningham son elementos clave de la historia. No sabe dónde está ni cómo llegó
allí. El lector se esfuerza, al igual que la protagonista, por comprender qué
está sucediendo, dónde y cuándo. No
es descabellado pensar que el propio ejercicio de escritura del libro sirviera
para destapar recuerdos y experiencias olvidadas. Este efecto performativo es
descrito en la propia novela: es el uso del lenguaje lo que finalmente rescata
a Virginia de su desorientación, al decir a una enfermera que si pasa más
tiempo sin las gafas me volveré loca. “No había hablado a gritos pero la
palabra, esa última palabra, rebotó de una pared a otra”. El resonar loca
rompió el hechizo. A partir de ese momento sabe que está en un psiquiátrico. La
memoria, el tiempo -los “contratiempos”- y la desorientación están
presentes a lo largo del libro, con cada comienzo de capítulo y cambio de sala,
sin saber cómo se llegó hasta allí.
La
denuncia de los tratamientos al estilo “nido de víboras”
-
“¿Oyes voces? -preguntó él.
¿Cree
que estoy sorda?
-
Por supuesto -replicó ella-. Oigo la
suya.
Era
difícil seguir siendo amable. Estaba cansada y él había hecho preguntas durante
tanto tiempo, días y días de hacer preguntas inenarrablemente ingenuas.
Ahora
le explicaba que no lo comprendía bien; él no se refería a voces reales. Fantástico.
Le explicó que hablaba de voces que no eran reales pero que, sin embargo,
esperaba que ella oyera. Parecía convencido de que debía oírlas. Este hombre es
un pelmazo pero ella no encontraba forma razonable de librarse de él. Podías
pensar que era bienintencionado e intentar seguirle el juego, como si se
tratara de un niño caprichoso.
- Es posible hacer hablar al agua -comentó ella” (p.7).
“Nido
de víboras” alude al pensamiento de que, si a una persona cuerda se la puede
enloquecer enseñándole un nido de víboras, también funcionará para volver
cuerda a una loca. Una metáfora del tratamiento que intentan con Virginia. “Tratamientos
de choque. ¿Para qué recurrir a la insulina, al metrazol o a la electricidad?
(…) La habían arrojado a un nido de víboras y la conmoción le había hecho saber
que se pondría bien” (p.198). En la novela, Ward se ocupa de criticar la
violencia deshumanizadora de los hospitales psiquiátricos a través de Virginia
y su conciencia social; la protagonista intenta mantenerse fiel a sus ideales
políticos y a su sentido de justicia, a pesar de los desafíos del contexto.
Junto a los diálogos, aparece la narración de Virginia en primera, segunda y
tercera persona, con su humor inteligente y crítico, primero mostrando su
desorientación, después describiendo su periplo por las diferentes salas del
hospital.
Como
en Rostros en el agua de Janet Frame, Mary Jane
Ward nos describe esos pabellones que “mutilan el yo”: puertas con el cerrojo
echado; órdenes de prisa hacia ningún lugar; colas para ir al baño a la hora
establecida; la humillación de los wáteres sin puertas, retretes sin tapa y el
racionamiento del papel higiénico, previa petición a la enfermera; las duchas y
el peine compartidos; las perchas de colgador y los camisones de tela de tienda
de campaña, convenientemente numerados; las habitaciones con estrechos catres
de alambre; el asqueroso olor; el control de las pertenencias y rogar para que
te den tus gafas; la comida cemento; las normas arbitrarias; la deshumanización del lenguaje...
Como
en Nueve nombres, el
personal no se esfuerza en utilizar y recordar los nombres de las internas.
Todas son idénticas –“las señoras”- para hablarles a gritos, como si no oyeran:
“-¡La cena, señoras!”, -“¡No conversen, señoras!”. Virginia no encuentra
explicación para ello: “Creen que si las llaman señoras se comportarán como
tales”. O cuando hablan sobre ellas, como si no estuvieran delante: “-Kate, tu
problema es que no las adulas (…) -Ya me comprendes -agregó la conductora-. Un
minuto totalmente dachala y al otro… -Átale una lata -agregó la
enfermera bruscamente-. Vamos, Señora de la Sociedad, se hace tarde” (p.160). Esa
infantilización que a Virginia le exaspera: “Dios, cuánto detesto que me hablen
como si fuera una criaturita” (p.208).
Ward
se ocupa de denunciar los invasivos e ineficaces tratamientos por los que pasó:
la “terapia ocupacional” de tener que pasar fregonas húmedas y secas para
limpiar las casas del personal o el trabajo en la cocina (“trabajos que, de lo
contrario, tendrían que pagar”, p.145); castigos conductistas y la amenaza de
“si no colaboras”; la medicación (el “paraldehído”/“formaldehído”); las mordazas,
las cuñas y el gélido “empaquetamiento” de la hidroterapia y, particularmente,
las sucesivas sesiones de electroshock. “Tú no desayunas esta mañana”, lo que
implicaba “ir a choque”, “una expresión rara y exótica” (p.41). “No quedaban
satisfechos con electrocutarte y ahogarte; tenían que rodearte de heladas
envolturas y torturarte después con comida” (p.163). Y, si no comías, la
alimentación forzada, esa masa blanda y espesa, introducida por tubos en la
nariz.
Virginia
describe así la violencia e involuntariedad de su primera sesión de
electroshock:
“¿Se
atreven a matarte sin juicio? Exijo la presencia de un abogado. Y él… él
siempre habla de oír voces pero nunca escucha la mía… Él, que finge ser tan
solícito conmigo y ni siquiera sabe mi nombre, me llama Jeannie. Si digo que exijo un abogado, tendrán que
hacer algo. Tiene que ver con el habeas corpus, figura en la
Constitución (…) Tus manos están atadas y tienes sujetas las piernas. Tres
contra una y esta última enredada con los aparatos. Abrió la boca para reclamar
la presencia de un abogado. La estúpida aprovechó para ponerle una mordaza, al
tiempo que decía: -Gracias, querida.” (p.43-44).
Después, cuando su cariñoso, comprensivo
y cómplice marido (cómplice con el Dr. Kik, con quien habla y decide sobre
Virginia, sin ella, al estilo El empapelado amarillo) le propone el tratamiento de choque, ella responde que ojalá se
administraran los médicos a sí mismos el tratamiento (p.97). También alude a
sesiones de psicoanálisis que no recuerda, y a las “preguntas estúpidas” a las
que tenía que responder en el diván negro del consultorio del Dr. Kik, al cual tampoco
recordaba (p.71). El analista le preguntaba por su ex prometido Gordon, muerto
hacía años: “Era un joven maravilloso y estaba muy enamorada de él. Nadie ama a
un muerto, si es a eso a lo que apunta” (p.73). Como luego se expondrá, lo que
Ward interpreta en la novela como “tonterías” o “pavadas” de un joven médico (“el
tipo de cosas que quedarían bien en un libro”), se convertirá en parte de la
trama central del guion de la película. Frente a todo ello, ella se propone su
particular “terapia de pensamiento”, luchando frente a la “gasa gris” que le
nubla. Le resulta extraño que el hospital no enseñe a pensar; quieren pacientes
tranquilas, no pensadoras que exijan derechos: “no hay suficientes enfermeras
para manejar a las pensadoras” (p.218).
En la novela, Virginia se reconoce como
“una de ellas” (p.53), reconoce que “no está bien” porque olvida cosas básicas,
e interactúa con todas (pacientes y enfermeras); pero a veces la
narrativa tiene ese tono distanciado de la observadora externa, presente en
otras novelas autobiográficas de psiquiátricos. No obstante, también juega con
los límites cordura-locura y el intercambio de quién está dentro o fuera
(pacientes que pasan a enfermeras y enfermeras que enloquecen por querer
cambiar las cosas). “Siempre habías oído decir que los dementes se consideran a
sí mismos sanos. En consecuencia, ¿resulta que si te consideras loca, estás
sana?”. Y arenga a sus compañeras (lo piensa más bien) para una resistencia
organizada desde un “nosotras”: “¡Señoras! Ha llegado nuestra posibilidad de
organizarnos. Si no nos organizamos estamos perdidas. ¿Seguiremos aceptando
esta opresión? Unidas tendremos mucha fuerza”. Sus ideales políticos se
recontextualizan en el psiquiátrico: desconfía e ironiza de los "verdaderos
trotskistas" como su amiga Helene (ideólogos ricos), y se solidariza con sus
compañeras de psiquiátrico por la causa que les une (aunque sean, como la
italiana Rosa, defensoras de Mussolini).
Y es que algo característico de la novela es la solidaridad entre oprimidas, el
“espíritu de colaboración”, que describe Virginia en la Sala Octava y en
general entre sus compañeras: en las comidas, con los cigarrillos o las
pertenencias que traen las visitas. “Cuando las señoras recibían paquetes de su
casa, los compartían con todas” (p.176). En una visita de ricas anfitrionas al
hospital, que juegan con las internas como obra de caridad, se extrañan de su
comportamiento cuando comparten el premio entre ellas: “trataron de explicarle
[a la ganadora] que cuando ganas un premio tienes derecho a guardártelo para
ti. Las señoras enfermas miraron a las señoras sanas y no comprendieron” (p.
206). La locura de la generosidad; la cordura de la competitividad.
En otro momento, el apoyo entre pares
(que diríamos hoy) lo describe Ward cuando aconsejan a Virginia no acercarse a
Tamara por agresiva (ha pasado por varias “operaciones de cabeza”) ni al piano
que solo ella toca; pero Virginia lo hace, toca unas notas y, sorprendentemente,
recibe un “muchísimas gracias, amiga mía”. Tras la recriminación de la
enfermera, Virginia afirma: “-A veces, un animal enfermo sabe más acerca del
modo cómo debe ser tratado otro animal enfermo” (p.177). Aunque luego reconoce
que, como sus compañeras, le alivia distanciarse de “la paciente peligrosa”.
Los “animales enfermos”, como Virginia y Tamara, saben más, pero en una sala
psiquiátrica no pueden hacer mucho al respecto, a pesar del reconocimiento
mutuo del sufrimiento. Ward también denuncia el clasismo y el racismo en el
psiquiátrico, cuando introduce en los diálogos “tú eres de las de la
beneficencia”, cuando una enfermera llama a Virginia despectivamente “Señora de
la Sociedad” o cuando rechaza la discriminación racial y se enfrenta a una
enfermera por recriminarle que comparta su costoso sombrero con una compañera
negra.
Como
Ward, Virginia también tiene miedo de la mirada juzgadora externa y de que no
la crean, por ser “demasiado imaginativa”, cuando salga y cuente que
Juniper Hill no es como se dice. Ambas mujeres son narradoras “poco
confiables” que, sin embargo, dicen la verdad, a pesar de la pérdida de memoria
y la desorientación. Si la gente piensa que estás loca, no te escuchan y no te
creen; y tú llegas a dudar de todo. Cuando Virginia le pregunta preocupada al
Dr. Kik por sus olvidos y los efectos del electro, éste le responde incrédulo:
- “Se
está convirtiendo en una doctora, se interesa por la psiquiatría (…) Usted
dramatiza. Recuerda algo que ha leído e intenta ajustar la realidad a ese
patrón. Naturalmente, lo recuerda todo.
- Lo siento -insistió Virginia-, pero no es así. Está equivocado”. (p.211)
Virginia sabe que es el final de su vínculo. “La mujer mentalmente enferma sabe leer la mente de su médico. A él no le gusta que le digan que se equivoca” (p.211). Pero Virginia confía más en su propia voz y en su terapia de pensamiento, en su sentido común, que en la opinión de los psiquiatras, que ni si quiera se ponen de acuerdo “en la causa o tipo de tratamiento”. “Al demonio con el subconsciente. Lo que me interesa es que vuelva a funcionar mi viejo consciente”. Lo único que quiere es salir de ahí; gracias a un inesperado traslado, y no a un tratamiento, lo consigue.
Esa pérdida de credibilidad y autoridad cognitiva (esa “injusticia epistémica”) la experimentó Ward en vida y con su novela ("siempre hablando de escuchar voces y nunca escuchándome"). Como la enfermera resistente “a aprender nada de los locos”, los guionistas de Hollywood prefirieron acudir al consejo de psiquiatras: frente a la experiencia en primera persona, necesitaban el asesoramiento técnico de profesionales para preservar “la rigurosidad clínica” en la película. Todavía hoy, algunos historiadores de la psicología prefieren acudir al historial clínico del psicoanalista de Ward que a la propia Ward para contar lo que consideran el relato “de los hechos”.
Las licencias patriarcales de los guionistas de Hollywood y lo que borra la historia
Tras
un primer rechazo por parte de su editor, el libro fue publicado y su
manuscrito terminó en manos de Anatole Litvak, quien quiso coproducir y dirigir
la película. Hijo de judíos y antifascista, comenzó a interesarse por la
situación y el tratamiento psiquiátrico de los veteranos. La proyección de la
película tuvo un fuerte impacto social, ya que consiguió abrir la experiencia
del paciente psiquiátrico a un público más amplio, con conocimiento limitado o
nulo de un mundo tan cerrado. La película contribuyó al debate público sobre la
“enfermedad mental”, en gran medida gracias a la interpretación de Olivia de
Havilland.
No obstante, la película se tomó ciertas libertades con la trama de la novela original: la versión cinematográfica de Virginia Cunningham era más la de una ama de casa confusa que la de una escritora socialista frustrada por no tener tiempo, espacio y recursos para escribir; las referencias de la novela a los amigos comunistas de Virginia y su trabajo de justicia social fueron borradas; la película incluyó una ordenada explicación freudiana para la “enfermedad” de Virginia Cunningham (un apego enfermizo a su padre y la culpa por la muerte de su ex-prometido); y, finalmente, en el film, Virginia es liberada porque está curada, no porque su esposo se traslade fuera del estado (lo que realmente sucedió y se cuenta en el libro).
En “¿La psicoterapia como opresión? El edificio institucional”, Janet Walker (2004) señala que, a pesar de la crítica humanista a la represión psiquiátrica presente a primera vista en varias producciones hollywoodienses (tipo One flew over the cuckoo's nest), un examen feminista más detenido muestra el doble mensaje de dicha crítica: en el caso de las mujeres, el ajuste social y sobre todo a los roles de género como esposas y madres se vuelve prescriptivo para el bienestar emocional. La película The Snake Pit (Litvak, 1948) es un ejemplo perfecto de esta tendencia de Hollywood a ofrecer una crítica social de las prácticas represivas e inhumanas psiquiátricas y, al mismo tiempo, defender las mismas prácticas que denuncia, vía discurso psicoanalítico de subyugación de las mujeres (Walker, 2004). Como señaló Leslie Fishbein (1979), la película podría ser analizada en la tensión de “crítica social y compromiso con la terapéutica freudiana”. Si a los veteranos les podría servir, a las mujeres psiquiatrizadas claramente no.
Desde
una aparente crítica antifascista, se colaban controles menos obvios,
básicamente “la mística de la feminidad”, con patrones heteronormativos,
conservadores y conformistas con las normas sociales. Pero, además, la película
mostraba una terapia individualizada y costosa como solución poco plausible
para un problema social, y menos en hospitales masificados (necesitados de más
camas y personal); por no hablar de la ética de tratamientos involuntarios y
sin la conciencia de la paciente, como el electro o la “narcosíntesis”.
Si
bien la película denuncia, como el libro, el autoritarismo de la institución
psiquiátrica y señala las condiciones sociales que contribuyen al sufrimiento
psíquico, también y al mismo tiempo es una defensa de la “psiquiatría de
ajuste”, de las prácticas normativas de género asociadas con la época de la
posguerra (Walker, 2004). Cuando interesa la doble denuncia, a la opresión psiquiátrica y a la de las
mujeres, es difícil no ver el giro patriarcal que
dieron los guionistas de Hollywood al original de Ward y el claro cambio de
perspectiva: de la voz de la heroína a la experiencia profesional y su verdad
externa (Fishbein, 1979). A diferencia del libro, en la película, la terapia
electroconvulsiva se justifica en la medida en que se convierte en un vehículo
para que el sabio y paternal Dr. Kik “pueda llegar” a Virginia en su terapia
psicoanalítica. Al final, la “cura” de Virginia se asocia con su capacidad de
reconocer a su marido y aceptar su rol de género en el matrimonio, resuelta transferencia
y complejo de Electra. Hollywood y psicoanálisis al servicio de la monogamia
heterosexual y el final feliz (Walker, 1993).
Fuente: Fishbein (1979). Imagen de la película. La maternidad o el vínculo con el padre-madre no aparecen mencionados en el libro. En la escena, la madre se queja a su marido de que la pequeña Virginia ha rechazado su muñeca.
Los tratamientos punitivos contra la voluntad (el electro o la hidroterapia) criticados como deshumanizantes claramente en el libro, en la película aparecen como ejercicios sádicos realizados por enfermeras celosas o rudas, pero justificados y amables si son prescritos por un médico paternalista. Como en One flew over the cuckoo's nest (Alguien voló sobre el nido del cuco en España; Atrapado sin salida en Hispanoamérica), más que las prácticas psiquiátricas o psicoterapéuticas, lo que se denuncia es “el error fatal de ceder poder a profesionales no psiquiátricos y a mujeres en particular”. Los males institucionales parecen estar más conectados a la enfermera Ratched -y menos al Dr. Spivey- en One flew over the cuckoo's nest, y a la frustrada y castigadora enfermera Davis de The Snake Pit –que a un benigno Dr. Kik (Walker, 2004). Al final, se trata más de mujeres aberrantes y autoritarias -y profesionales, todo sea dicho-, en condiciones de falta de recursos, que de una institución psiquiátrica al servicio del control social y patriarcal en sí misma.
Lejos de reconocer todo el proceso de Virginia narrado por la propia Ward en el libro, los guionistas de la película (Frank Partos y Millen Brand), a petición del estudio de cine, prefirieron acudir a consejeros psiquiatras masculinos (en concreto, al profesor y doctores Carl Binger, Ralph Kaufman y Sidney Tamarin), al historial clínico de Ward publicado por su psiquiatra, el doctor Gerard Chrzanowski (alter ego del Dr. Kik en la película), y construyeron un relato bastante manido basado en las teorías psicoanalíticas clásicas. En resumen: una extraña mezcla de electro con retórica psicoanalítica de complejo de Electra para reconducir a la protagonista a su casa y marido, con recuperación de anillo de bodas final. No es de extrañar que los principales psiquiatras de la época encontraran la película “sensacional”, “entusiasmados por el alcance del tratamiento psicoanalítico” (Harris, 2021).
Fuente: Fishbein (1979). Imagen de la película. Liberada de Juniper Hill y de vuelta con su comprensivo marido Roberts.
Varios
autores han señalado el crecimiento de la profesión psiquiátrica durante y
después de la II Guerra Mundial, con el tratamiento de soldados de guerra, y
cómo el cine también reclutó a psiquiatras para resolver los conflictos de sus
personajes-pacientes y como terapeutas del propio staff holywoodiense (Polan, 1986). La
fascinación por los horrores de la guerra y su impacto en la mente de los
soldados (también el miedo de las mujeres al regreso de sus maridos) fue objeto de películas de terror en el cine de los 40-50 (Herland,
2014). Tras la guerra, la inercia antifascista llegó a los psiquiátricos y
no es descabellado pensar que la creciente conciencia social por sus
condiciones inhumanas (hasta entonces obviadas) también viniera por la
preocupación patriótica por los soldados traumatizados (las mujeres
psiquiatrizadas parecían importar menos). El caso es que, una vez más, la
guerra sirvió para proyectar la psicología y psiquiatría.
El
resultado, como muchas analistas del cine han subrayado (Doane, 1987;
Silverman, 1988), fue
la introducción de la psicología freudiana en las películas, con una clara
“racionalidad humanista patriarcal”, perfecta para volver a las mujeres a sus
casas: solo había que culpabilizar y demonizar a mujeres y madres cuando se
desviaban de su rol. Si en Nido de víboras el psiquiatra masculino cura
a su paciente mujer, reconduciéndola a los roles estereotipados de género;
cuando los roles de género paciente-terapeuta se invierten, son los pacientes
masculinos, como en Recuerda, los que consiguen reconducir a sus
psiquiatras mujeres hacia una feminidad no profesional (Walker, 2004).
Recientemente,
en defensa de la película, el historiador de la psicología Ben Harris (2021) ha rescatado
su inspiración freudo-marxista y defendido a sus guionistas por basarse en el
consejo experto-profesional (eran materialistas, preocupados por la situación
socio-económica y por sus implicaciones psicológicas a la Freud). Pero, sobre
todo, por recoger en su contenido el historial clínico de Ward publicado por Gerhard Chrzanowski en 1943, un psiquiatra
neofreudiano de 28 años (discípulo de Frieda Fromm Reichmann) que atendió, según él con
éxito, a la escritora. Un artículo, con tres casos clínicos (uno, claramente
reconocible de Ward pese a no poner su nombre), sobre el "éxito del tratamiento
combinado del electro y la introspección en casos de catatonia", particularmente cuando la "paciente" es "extremadamente resistente y negativista" (las 17 sesiones de electro parecían "facilitar" el análisis...). Como con “la joven homosexual que ‘desorientó’ a
Freud”, resulta curioso comparar la seguridad exitosa
en los escritos de los terapeutas y lo escrito al otro lado del diván por las
pacientes mujeres…
La
narrativa de la película, según Harris, no se debe a la ideología
sexista-antifeminista de la época, ni a que todos sus asesores y guionistas
fueran varones (para el historiador que fueran de izquierdas y uno homosexual
encubierto, desecha esta hipótesis), sino a su apego por la fidelidad
clínico-científica. Ante las críticas feministas de que la película borra la
narrativa de la primera persona y, con ello, la perspectiva de las mujeres
psiquiatrizadas; Harris argumenta: “la película retrata con mayor precisión su
relación con el Dr. Kik que hizo el libro. Desafortunadamente las críticas de
la película han tomado la novela de Ward como un hecho, en lugar de la creación
de una novelista talentosa y una mujer que trabajó con los problemas que
causaron su psicosis” (p.248). No es suficiente socavar e invalidar la memoria biográfica (vía electro), también la histórica (vía cine y revistas científicas).
La
lucha y el activismo de Mary Jane Ward
En EE.
UU. Nido de víboras se encuadró en un movimiento nacional más amplio por
el cuidado y derechos de personas psiquiatrizadas. Elizabeth
Donaldson (2018) destaca el papel de los objetores de conciencia, reclutados en
hospitales estatales durante la guerra, en la denuncia sobre las condiciones de
los psiquiátricos. Los grandes hospitales tenían escasez de personal; médicos y
enfermeras partían para trabajar en la guerra, y los objetores (que se negaron
a servir en el ejército por motivos morales o religiosos), fueron obligados a
trabajar en psiquiátricos bajo el programa de Servicio Público Civil. Estas
personas, con compromiso por la justicia social y ajenos a las instituciones,
no solo trataron con empatía a las personas ingresadas sino que crearon
conciencia sobre sus inhumanas condiciones.
Tras
la guerra, se organizaron, recopilaron datos y divulgaron mejoras en las
condiciones (a veces, tan llanas y radicales como llamar a los pacientes por
sus nombres). El Programa de Higiene Mental promovido por los objetores se
convirtió en la Fundación Nacional de Salud Mental (NMHF), la cual financió y
publicó el libro de Frank Wright Out of Sight, Out of Mind (1947) y fue
fuente de información de denuncia a periodistas e investigadores. Albert
Deutsch se basó en este material para su influyente libro sobre los
psiquiátricos estatales, The Shame of the States (1948). Los datos de la
NMHF también se utilizaron para el conmovedor ensayo fotográfico de Albert
Maisel "Bedlam
1946" publicado en la revista Life donde se comparaban
fotografías de campos de concentración con las de hospitales psiquiátricos
(Donaldson, 2018).
El
éxito de Nido de víboras hizo que Mary Jane Ward se hiciera un personaje
público, especialmente después del éxito de la película. Aprovechó su fama y
experiencia y se convirtió en representante de la NMHF (formó parte de la Junta
Directiva junto con Eleanor Roosevelt), visitando psiquiátricos, recogiendo
fondos, dando conferencias y escribiendo artículos sobre la importancia de la
experiencia en primera persona y el apoyo comunitario. En 1949, Ward fue
reconocida por su trabajo en salud mental y recibió un premio del presidente
Truman, quien había firmado una Ley de Atención a la Salud Mental en 1946,
creando el Instituto Nacional de Salud Mental (Donaldson, 2018).
Sus
experiencias como paciente psiquiátrica se
colaron en su literatura de nuevo en dos de sus libros posteriores: Counterclockwise de 1969 y The Other
Caroline de 1970. El primero puede leerse como una continuación de Nido
de víboras. En él Ward vuelve a escribir con tintes autobiográficos sobre
la recaída y la hospitalización de su protagonista, pero también sobre los
cambios sociales y culturales en la atención psiquiátrica y las implicaciones
de ser una activista en la década de 1950.
En Counterclockwise, una
escritora y expaciente psiquiátrica, Susan Wood, ha alcanzado la fama y la
fortuna al escribir una novela basada en sus experiencias como paciente en una
institución mental estatal. Wood trabaja para una fundación como defensora de
la salud mental hasta que sufre una crisis y debe ser ingresada, una vez más,
en un hospital psiquiátrico. En la novela, la protagonista pasa por dos crisis
importantes. Una, producto de un robo dentro de la fundación para la que
trabaja. El robo no es denunciado porque se realiza por parte de una miembro de
la asociación (una antigua amiga de Susan, también psiquiatrizada) y ello daría mala prensa. El robo es
una traición por uno de los suyos e ilustra cuán frágil es el movimiento, cuán
fácilmente puede ser destruido desde adentro. La segunda causa de crisis es una
experiencia traumática durante una de sus visitas a un hospital -parte de su
trabajo (y el de Ward) para la fundación. En el recorrido, la jefa de
enfermeras le muestra el Edificio 10A, una sala oculta tanto para visitantes
como para el propio personal. La sala está llena de pacientes rapadas, desnudas
e incontinentes, apenas reconocibles como humanas. La antítesis de la esperanza
de Ward para el futuro. La protagonista también se rompe al verlo. Como aparece
en sus archivos, en 1955, Jane Ward tuvo un segundo colapso que resultó en
hospitalización, en parte precipitado por la tensión de su trabajo de defensa
de la salud mental, exigente emocional y físicamente (Donaldson, 2018).
En
1950 la NMHF se fusionó con el Comité Nacional para la Higiene Mental, una
organización fundada en la década de 1930 por Clifford Beers, reconocido expaciente
psiquiátrico y escritor de A mind that found itself: An
autobiographie (ambas organizaciones, ahora conocidas como
Mental Health America). Si Nido de víboras tuvo una influencia social
significativa y actuó como catalizador para el cambio, Counterclockwise (que podría traducirse como “en sentido
contrario a las agujas del reloj") nos advierte de que el “progreso y el
avance médico” no siguen un camino recto o un tiempo lineal, las crisis vuelven
y las terapias fallan, frente a los “éxitos” en los historiales clínicos
publicados en revistas. Pero el libro también nos habla de los costes en salud,
y salud mental, del activismo.
Después
de un período prolongado de descanso, Ward renovó sus conexiones con el
activismo de supervivientes de la psiquiatría en los 70’. Las conexiones entre
Beers y Ward forman parte del legado de lo que hoy llamaríamos activismo en
primera persona. A pesar de que algunas veces se movió a contrarreloj, se
mantuvo comprometida según su salud le permitía. Tanto las crisis y fragilidad
privadas, como la demostración pública de fuerza, formaron parte de su lucha.
Referencias
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